María no estaba bien. No sabría definir lo que le sucedía, pero le costaba dormir, lloraba con frecuencia sin un motivo claro, sentía opresión en el pecho en algunas situaciones… Trabajaba en una oficina monótona donde su esfuerzo nunca era reconocido y su novio, en lugar de ser un apoyo, despreciaba sus emociones y le decía que no tenía de qué quejarse. Tras la muerte de su madre, sintió que algo se rompía en ella. Decidida a encontrar paz, buscó ayuda psicológica.
Su primera parada fue la terapia Gestalt. El terapeuta era un hombre con energía y una sonrisa constante, le habló de vivir en el presente, de reconocer y expresar sus emociones sin filtros. En las primeras sesiones María sintió una chispa de esperanza, creyó que iba a encontrar lo que necesitaba. Las técnicas eran curiosas y a menudo inesperadas: a veces debía hablar con una silla vacía como si estuviera ocupada por su madre fallecida, otras veces tenía que cerrar los ojos y describir las sensaciones en su cuerpo.
Cada sesión se convertía en una confrontación con su dolor más profundo. En lugar de sentir liberación, sentía que se ahogaba en sus propias lágrimas, incapaz de manejar la intensidad de sus emociones. La invitación constante a "vivir el momento" le resultaba abrumadora. Las dinámicas de grupo, que incluían compartir experiencias personales con extraños, la hacían sentir vulnerable, y su ansiedad se disparaba. Al ver cómo otras personas expresaban su dolor de forma tan abierta, sentía que soportaba no sólo su propio sufrimiento, sino también el de los demás.
Poco a poco, su esperanza inicial se desvaneció. En lugar de avanzar, sentía que retrocedía, que estaba atrapada en una espiral de emociones que no podía controlar ni comprender.
Meses después de abandonar la terapia, María decidió probar el psicoanálisis. Este método prometía descubrir las raíces de sus problemas, desenterrando traumas ocultos que podrían estar influyendo en su vida. En cada sesión, se recostaba en el diván y hablaba libremente, mientras el analista, un hombre serio, tomaba notas. María describía sus sueños, sus miedos más profundos y los recuerdos de su infancia, esperando que en algún momento se revelara una verdad liberadora. Durante meses, escarbó en su pasado, enfrentando recuerdos que había enterrado.
Pero en lugar de encontrar claridad, se perdió en un laberinto de interpretaciones ambiguas. Cada palabra que decía parecía abrir nuevas puertas, pero ninguna conducía a una salida. El analista hablaba de complejos, resistencias y mecanismos de defensa, sin ofrecer soluciones concretas. Las sesiones se convirtieron en un espejo distorsionado, donde cada palabra podía tener infinitos significados. Sentía que cada interpretación añadía una capa de complejidad a su ya confuso estado emocional, sin proporcionarle herramientas para enfrentar su día a día. Las semanas se convirtieron en meses, y su confianza en el método disminuía. Sentía que faltaba dirección y que el proceso no terminaba nunca; María estaba cada vez más frustrada. Dejó la terapia, después de haber gastado casi mil euros.
Al tiempo, leyó en Instagram sobre las constelaciones familiares. Las promesas de sanar los traumas heredados y de reconectar con sus ancestros resonaban en ella; la terapia prometía buscar un sentido más profundo, un vínculo que trascendiera su propio sufrimiento. Asistió a la primera sesión en un salón amplio, con luz suave y una atmósfera casi mística, diseñada para fomentar la introspección y la conexión emocional. En el centro del salón, un círculo de sillas esperaba a los participantes. La facilitadora, así se hacía llamar, era una mujer de voz tranquila. Pidió a María que escogiera entre los presentes a quienes actuarían como sus padres, abuelos y otros miembros de su familia, creando un "escenario viviente" de su árbol genealógico. Comenzaron a moverse e interactuar, reconstruyendo situaciones familiares.
En la primera sesión lloró mucho, le dijeron que era catarsis y que iba a serle de ayuda. Pero cada semana era igual. Las sesiones la dejaban agotada, comenzó a cargar con dolores que no eran suyos, como si los fantasmas del pasado hubieran cobrado vida dentro de ella. Cada representación de sus ancestros añadía un nuevo nivel de angustia a su frágil estado emocional. La falta de enfoque en el presente y en soluciones concretas la hacía sentir más perdida que nunca. De nuevo, abandonó la terapia.
Durante año y medió no buscó nueva ayuda psicológica. Nada le había servido. Tras un ataque de pánico, le recomendaron un centro de psicología que trabajaba desde el análisis de conducta. Al principio, era escéptica. Tenía prejuicios sobre el conductismo, pues le habían dicho que era un enfoque simplista, diseñado más para entrenar animales que para tratar la complejidad de la mente humana. Le dio una oportunidad, como un último recurso.
El enfoque de la psicóloga era simple y pragmático: observar su comportamiento presente y modificarlo a través de estrategias concretas. Desde la primera sesión, notó una diferencia. La psicóloga, con una actitud serena y profesional, le enseñó técnicas específicas para enfrentar su ansiedad y establecer metas alcanzables. En lugar de indagar en su pasado o explorar sus sueños, se centraban en hablar de problemas concretos del presente, identificando patrones de comportamiento y pensamientos que contribuían a su malestar. No había interpretaciones abstractas ni confrontaciones emocionales intensas, solo pasos claros y medibles hacia su bienestar.
El enfoque concreto y estructurado le proporcionaba una sensación de control que no había experimentado en años. Su confianza en el método creció al ver los primeros resultados: menos ataques de pánico, mejor gestión del hastío en el trabajo y una constante mejora en su autoestima. La psicóloga la ayudaba con firmeza pero con empatía, celebrando cada pequeño avance y enseñándole a perdonarse por los retrocesos. María comenzó a poner en marcha ejercicios de relajación y de asertividad, cambió algunos hábitos y se apuntó a clases de pintura. Aprendió a identificar los patrones negativos en su comportamiento y reemplazarlos con otras conductas más beneficiosas. Al cambiar ella, descubrió que su entorno la trataba diferente. Su novio la dejó y, pasado el mal trago, sintió que estaba mejor sin él.
Poco a poco, María comenzó a sentir una transformación genuina. No era una sanación mágica ni instantánea, sino un proceso lento y continuo de aprendizaje y crecimiento personal.
Su viaje por las diversas terapias le había enseñado que la solución no pasa por explorar las profundidades del alma o remover el pasado, sino en construir día a día una nueva forma de vivir.
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Es una excelente descripción de lo que me tocó vivir. Aunque en mi caso, nunca sentí frustración con ese tipo de terapias sino conmigo misma porque notaba mejoría pero en algún punto volvía a estar mal. Era como entrar en la sesión liberarme por contar algo pero más que la "descarga" de contar algo no avanzaba. Hasta que un día estando de vacaciones me dio un ataque de pánico, volví a casa, otro ataque. No sabía que eso era un ataque de pánico, sólo sabía que estaba ya en un punto en el que necesitaba cambiar las herramientas que tenía. Acudí a un psiquiatra y a la vez había cambiado de profesional, este profesional tenía una perspectiva de ACT y contextual, la verdad que fue duro al inicio. Las herramientas que me daba eran desafiantes de asimilarlas porque yo buscaba "eliminar" mi molestia y malestar. Pero realmente puedo decir casi un año después que estoy mucho mejor, mi calidad de vida ha mejorado un montón. Hace dos semanas ya dejé la medicación por indicación médica. Escribo todo esto sólo para decirles que ojalá este artículo pueda llegar a más personas y que, más personas puedan acercarse a profesionales que trabajen con terapias basadas en evidencia.
Esto me recuerda tanto al libro "La burbuja terapéutica" de Josep Darnes. Él relata una experiencia similar y hasta más traumática.
Saludos desde Venezuela